El arca del padre Jorge
Jorge de Dompablo acoge a dieciocho refugiados en su casa de Fuencarral. El sacerdote diocesano abre abre las puertas de un hogar muy especial-
Artículo de Cameron Doody publicado en Religión Digital el 29.5.17
En plena carretera de Colmenar Viejo, con la urbe en el espejo retrovisor, me encuentro con un Edén. Un verdadero paraíso que consiste en una parcelita, dos casas muy cómodas y un pequeño huerto. Pero hay algo que hace aún más especial este empíreo madrileño: lo llaman hogar dieciocho personas de las más vulnerables de nuestra sociedad -refugiados, marginados- y el cura que les quiere, Jorge de Dompablo.
El padre Jorge me saluda calurosamente en la puerta de la parcela, y me dice que soy de los pocos que consiguen llegar bien. Un orgullo, dado que, a pesar de estar a dos pasos del centro de la capital, la finca se encuentra bien apartada del barullo cotidiano. Como es propio de un espacio diseñado para curar las cicatrices emocionales de gente que han sufrido lo peor de nuestra «sociedad del descarte«, como lo llama el Papa Francisco, y para acorazarles en las nuevas vidas con las que han sido regalados.
«Tenemos las dos casas, las dos caravanas, y muchas tareas», me dice el cura al empezar nuestro recorrido de la finca. Comenzamos con uno de los dos huertos que hay en el terrenito, donde crecen lechugas, patatas, pimientos, tomates, cebollas, calabazas y espárragos. Todo muy de campo, y me cuesta recordar que estoy solo a unos kilómetros del centro. «Para consumo propio y para cuando venga alguien, se lo das«, me explica el padre Jorge, evidenciando una verdadera generosidad que brota de una simplicidad no solo de vida, sino también de corazón.
«Por necesidad nos dan mucha comida, pero es muy bonito el ir viendo el trabajo, el ir sembrando, regando, arreglando… y luego ver el producto», continúa el sacerdote, explicándome la razón por la que se empeñan en cultivar las hortalizas aquí cuando, en una casa de refugiados, puede parecer que haya tareas que urgen más. «Y la verdad es que ¡hemos comido un montón de lechugas!»
A un término de la parcela, donde vemos por debajo una línea del Cercanías, entramos en un pequeño invernadero para el cual tienen grandes planes para el futuro. Un recordatorio de que todo lo que hacen aquí, luchando para que las personas que se hospedan aquí puedan un día volver a sostenerse por sí mismos, es un proyecto en construcción. «Hay un poco de todo», me dice el padre Jorge, «para que entre todos vayamos compartiendo el trabajo y el esfuerzo, y también la alegría de ir viendo el producto que nos sale al final«.
«Cada uno por la mañana sabe lo que tiene que hacer», prosigue el cura, a propósito del reparto de tareas necesarias para llevar la casa adelante. «Se levantan, aunque a algunos hay que levantarles…» Y es que uno entiende perfectamente, y puede perdonarles, la pereza que les puede entrar a veces a los residentes aquí, después de todo lo que han visto y vivido.
Entramos en una caseta llenísima de tazas y platos, principalmente: fruto de la generosidad de algún dueño de bar local. También hay una lavadora y otros aparatos electrónicos, también donados, con los que -me comenta el padre Jorge- algún residente de la casa ya sueña con llevar a su país, en cuanto tenga posibilidades, y fuerzas, como para volver.
La formación que proporciona el ir cuidando el terreno y las hortalizas, me dice el padre, «es informal pero formal«. Formal en el sentido en que aquí se ofrece la oportunidad de aprender un oficio con vistas a que el que lo desee pueda en el futuro ganarse la vida con ello.
«Ya ha habido un chico, un chico español, que no había visto una herramienta de jardinería en su vida, y aquí aprendió. Y lleva ya catorce años trabajando. Recibiendo dinero: todo profesional. Gracias a ese trabajo, consiguió un piso del IVIMA, y ahora tiene una vida totalmente normalizada», me cuenta el sacerdote. «Entonces es un poco informal, la formación, pero a la vez muy formal y con una clara intención. Luego salen por allí a hacer cursos…»
El cura para en mitad de la frase para mostrarme algo del que está orgullosísimo: dos flores rosas que acaban de brotar, me dice, de los dos cactus que hay a la puerta del jardín. «El año pasado salió, y yo la estropeé», me cuenta. «Empecé a regarla y se estropeó. De todas formas deben durar poco: pocos días». Se me ocurre que estas florecitas son una metáfora perfecta para el proyecto que aquí florece. Eso es, conseguir que salga de algo tan feo como un cactus -o una vida tan deformada por los traumas de guerra, la huida o la pérdida de seres queridos -algo tan bonito con una flor o una vida nueva.
Nos detenemos el padre Jorge y yo frente al gallinero, donde nos encontramos con unas aves degustando sobras de pan. Andamos tranquilamente alrededor de una de las casas -adquirida en su momento del Canal de Isabel II- pasando una despensa con un montón de naranjas. «¡Ya veo que no os falta nada aquí!», bromeo con el cura: chiste que me responde con gesto serio que en efecto, que no.
Dos chicos están limpiando la cocina cuando entramos en la casa, y el páter me comenta que comparado con cómo estaba anoche, han hecho un trabajo magnífico. La verdad es que brilla como una patena. Expresión, sin duda, del orgullo que aporta el poder hacer algo por uno mismo, el poder tener tiempo libre para arreglar el lugar en el que uno se siente en casa.
«Aquí llevamos ya veinte años. Antes con chicos de droga…» Aquí, dentro de la casa principal, el padre Jorge me va contando más detalles del pasado y presente del proyecto que él lleva junto con los miembros de la asociación que ha fundado, la Asociación San Francisco de Asís.
«Yo llevo treinta años de cura, y treinta años viviendo con gente«, me explica. «Antes en una organización que se llamaba MEJOR, atención a menores y jóvenes de Hortaleza. Estuve también en El Olivar, otra asociación en Hortaleza… en Hortaleza hicimos así muchas cosas. Y dependiendo de las situaciones que yo iba viendo, las que íbamos viendo entre todos, íbamos acogiendo a distintas situaciones sociales. En un tiempo fue la droga, que en los años 80 y 90, estaba con una fuerza impresionante. Sigue habiendo mucha pero es otro perfil, y ahora con la metadona ha cambiado mucho todo esto. Entonces teníamos muchos chicos de droga, acogiéndoles y ayudándoles, encaminándoles hacia otros proyectos».
«Luego empezaron a venir los marroquíes, que eran los primeros inmigrantes que se empezó a ver por las calles. Estaba yo de cura en El Berrueco, y allí acogimos a unos cuantos marroquíes. Volvimos otra vez a la droga, y ya en estos últimos ocho o diez años empezamos a ver la necesidad, ya muy urgente. Estaban ya en otras asociaciones acogiendo subsaharianos, y entonces empezamos a acoger subsaharianos».
Nuestra atención se aparta de la historia y se vuelve otra vez a la casa, que han ido adaptando a sus circunstancias, y las necesidades que han ido teniendo. El sacerdote me enseña las reformas que han realizado a la misma, que han pasado por rescatar una estructura esencial que, me dice, estaba hecho polvo, y luego quitar varias paredes internas para hacer que el espacio sea más acogedor y abierto. Me enseña también el estudio: muy popular no solo por el wifi que proporciona sino también por las clases de español que les da a los chicos otro sacerdote madrileño ya jubilado.
Camino ya a la otra casa que han adquirido de la RENFE, al lado de la principal, el padre Jorge me explica los deseos que tenía a la hora de poner este proyecto en marcha, y que de una forma aún le guían.
«La idea es que los lugares sean primero un hogar, una casa. No es un centro lleno de habitaciones sin más, sino que lo que hemos querido es que fuera un espacio donde uno se sienta a gusto. Después de la vida que uno ha tenido, dura -después del caminar que han tenido para venir hasta aquí los inmigrantes- después del rechazo que sienten de la sociedad… que tengan un espacio, un lugar, que es suyo, que está adaptado para ellos para disfrutar».
Paramos un momento en el lado oeste de la finca para disfrutar de unas vistas preciosas que de nuevo me traen directamente al campo. Entramos en la segunda casa, saludando a otro chico que está barriendo y muy bien la pequeña escalerita de entrada, y lo primero que veo son montones y montones de cajas de comida. Un chico sale del baño recién duchado.
En esta segunda casa el padre Jorge me explica que han tenido que romper la filosofía que tienen de incluir espacios comunes en medio de las habitaciones. No por capricho, matiza, sino por necesidad. «Ha habido dos personas que venían con mucha urgencia«, se disculpa -entre ellas una que ha salido recientemente de la cárcel- «y que había que ponerles cama».
De nuevo emprendemos rumbo a la casa principal, y nos topamos con Manuel, que nos cuenta los víveres que faltan en la cocina. Está orgulloso de haber aprendido los nombres de los ingredientes en español: pollo, pimiento, tomate… Al irse él mi guía me comenta que Manuel vino a España por Libia. «Es muy complicado aquello«, explica: «un país sin gobierno, y entonces allí les matan. Al primo de otro chico que está con nosotros le mataron allí. Y ha habido otro más -un vecino de él allí- que querían matarle allí».
A mi pregunta de qué pueden hacer con los traumas que estos pobres llevan en sus almas -una vez satisfechas sus necesidades de comida y cama- el padre Jorge me responde con una solo palabra: cariño. «El cariño es muy importante. Que se sientan valorados, que se sientan queridos. Que sientan que no son un número, sino que cada día les preguntes a cada uno: ‘¿Qué tal estás? ¿Qué has hecho hoy?’. Hay uno que habla muy poco… ‘¿Con quién has hablado hoy?’ ¿Con cuántos? ¿Cuántas horas has estado hablando? Entonces así, con bromas, que vayan sacando todo, pero sobre todo que se sientan valorados, que son importantes. Porque llegar hasta aquí es tan duro. Tan duro de mafias, pero ¿enfrentarte al mar?»
A modo de prueba de la dureza del pasado de estos chicos que acoge en su casa, el padre Jorge me cuenta una anécdota que ha vivido en primera persona, en la parroquia de La Paz que regenta en el barrio madrileño del mismo nombre.
«En la parroquia tenemos un espacio de memoria que hemos hecho de la inmigración. Hay una fotografía -preciosa, de una patera en medio del mar- y al mirarla, un chico musulmán, una vez que se acercó a la iglesia a verla, me dijo: ‘Jorge, cuántas lágrimas he derramado en el mar‘. Un chico de veinte o veintidós, llorando: de desesperación, de miedo, de verse entre el mar y un barco que se hunde… y que no hay nadie».
«Que hayamos puesto estas fronteras… es que ¡se van a pasar!» El padre Jorge se indigna al recordar la crisis de refugiados de la que los políticos europeos siguen rehuyendo. «¿Por qué podemos permitir que mueran miles de ellos, y por qué hacerles pasar tanto miedo, por qué degradarles tanto, si van a pasar? Porque esto no es algo de ahora: es de toda la historia de la humanidad. Las migraciones son algo habitual, por unas causas o por otras. Y hemos creado las causas, y ahora encima les estamos impidiendo pasar, matándoles. No se puede poner puertas al mar, y entonces si no entran por aquí entran por allí. Matarán y morirán un montón por aquí pero entrarán por allí. ¿Cómo es posible que seamos así? No hay humanidad, no hay compasión, no hay misericordia«.
¿Y la lección de todo esto? El páter ofrece su respuesta: «La intención de una casa así es dar una familia, dar unas raíces, dar un sentido, y la ayuda necesaria para poder arreglar sus papeles, situarse, aprender el idioma, y comenzar una vida nueva».
Ya hecho el tour de las instalaciones, el resto de mi conversación con el sacerdote transcurre con total tranquilidad en el sofá del salón de la casa principal: un espacio amplio, cómodo e iluminado con los afectuosos rayos del sol de media mañana. A nuestras espaldas dos chicos disfrutan de su desayuno, de vez en cuando incorporando sus puntos de vista en la charla que mantenemos. Un detalle del todo natural y familiar que pone de relieve, una vez más, el ambiente distendido y desenfado, que se respira en este hogar.
¿Cómo llegan aquí los refugiados en un primer momento?
Trabajamos en red. Entonces nos conocemos, y nos vamos buscando. Cuando vemos a alguien en la calle, o alguien que viene al despacho de la parroquia o la asociación que sea, vas buscando dónde puedes situar a cada persona.
Cuando ya nos conocemos muchos, vamos buscando, en principio, dónde creemos que le puede ir mejor a cada uno. Dependiendo de la situación. A veces buscas dónde sea, pero a veces piensas que a lo mejor a éste le viene mejor aquí, para esta asociación. Por el perfil que tiene, por cómo trabaja esta gente, piensas: a éste le iría bien allí. Entonces, o bien desde aquí, desde amigos suyos, o que vas encontrando por la calle y hablas con uno, con otro, o te los mandan desde otra asociación.
Sobre todo tengo mucha relación con Pueblos Unidos, pero también con la parroquia de San Carlos Borromeo, entonces desde allí vamos ayudando.
¿Lo que tenéis aquí es único? ¿Único en términos de acoger a tanta gente, e integrarlos en familia?
Ya lo vamos haciendo todos, cada uno a su manera. Yo vivo aquí, y entonces el estar hace mucho. El llevar ya muchos años, también en esto, hace que vayas viendo fallos que tenían en otros tiempos: de no estar muy atento a cada uno, especialmente. O no tener demasiadas relaciones para poder ayudar un poco más. Pero bueno, los jesuitas, por ejemplo, tienen también un ambiente en varios pisos, un ambiente muy positivo. Javi Baeza con la asociación Apoyo y la parroquia de San Carlos Borromeo también es un hogar muy bonito.
Creo que vamos descubriendo… yo no sé, dentro de la Iglesia, esa sensibilidad de crear familia. Creo que eso en la Iglesia se está haciendo muy bien, porque a veces, algunos chicos vienen de otros sitios, y entonces te dicen que las Hijas de la Caridad, que tantos africanos como de la droga, te dicen que les atendieron muy bien. El Albergue de San Martín de Porres con el padre Ramiro… es una maravilla. Qué cariño tiene ese hombre…
Ahora en la Iglesia estamos teniendo esa sensibilidad de ir creando ámbitos familiares, donde ellos se encuentren a gusto, donde se encuentren un lugar donde compartir sus alegrías, sus sufrimientos. Las comidas aquí, por ejemplo, la televisión se apaga. La comida es para hablar: quizás sacamos un tema y estamos allí todos hablando. Y podemos estar hablando como dos horas: comidas largas así para ir compartiendo cosas. Y nos alegramos cuando a uno le salgan los papeles, cuando a alguno le salga un trabajo… o cuando se le acaba el trabajo, compartimos también el sufrimiento. Eso es muy bonito.
¿Pero en la Iglesia más ampliamente -más allá de esos círculos- estamos realmente lo suficiente sensibilizados con estos temas?
No. ¡Tajante!
Eso ha costado muchos años. Yo llevo treinta años de cura. Y no en todos los momentos he tenido… antes me decían «estos son los hobbys de Jorge». Que esto era un hobby. Que en sus ratos libres, cuando no tenía nada que hacer, le daba por hacer estas cosas. Que esto no era propio de un cura. Hubo alguien muy importante que me dijo que lo propio de un cura era confesar, celebrar la Eucaristía y la catequesis. Y esto, prohibido hacerlo.
No ensuciarse las manos.
En un momento, además, en que yo estaba… teníamos chicos con problemas de droga. Y la droga mataba a mucha gente. Y a mí se me han muerto muchos chicos de droga. Y llegue a conocer a uno, compartía con él… Y uno, cuando le dije que había muerto uno de mi casa, que yo estaba pasándolo mal, me dijo: «Bueno, conviene que muera uno del pueblo». Y me levanté y me fui sin más. Es una falta de sensibilidad.
Y ahora ha habido falta de sensibilidad ante la persona real. Y ante una solución, porque no se trata de dar una limosna y ya está. Sino que yo siempre he entendido que había que ayudar a la persona hasta que saliera del bache en el que estaba, y darle unas posibilidades. Por supuesto no le puedes llevar en brazos toda la vida, pero hay un tiempo en el que hay que llevarle en brazos, y luego hay que irle bajando, irle enseñando, irle dando los medios para que pueda empezar una vida nueva. He visto a mucha gente que está viviendo ya con problemas y eso pero viviendo una vida normalizada.
¿De dónde viene esta convicción tuya?
Del Evangelio. Puro y duro. La visión que yo tengo del Evangelio. Hay muchas visiones… pero es que para mí, desde siempre, la imagen de Jesucristo ha sido ayudando a la gente. Ha sido dando de comer a los cinco mil, sin contar mujeres y niños. Nunca lo entendí eso. Ha sido ver cómo curaba a los paralíticos, cómo iluminaba a los ciegos. De la vida de Jesús me atrajo eso. Y me atrajo el que eso era el amor de Dios.
Entonces quedarme en teorías, en qué «vamos a ver qué quiere decir Jesús cuando dice… Porque sabes que San Irineo dijo que…» La teología está muy bien, es necesaria, pero el quedarte en eso, a mí no me atrajo. A mí me atrajo la figura de Jesús, y la vi en un cura muy entregado al mundo de la droga. Luego la vi reflejada en otros curas de otras formas también… y fui entendiendo, en todos los curas y todos los cristianos, que todos tenemos nuestro momento.
Yo fui muy de derechas, y luego me hice cristiano. Así que vas viendo que yo tuve un tiempo… y que luego empecé a ver que cada uno tenemos nuestro tiempo: no podemos ni criticar ni rechazar a nadie, porque ya le llegará el momento de descubrirlo. Yo he descubierto que la fe es para vivirla, y que la persona de Jesús -el ser de Jesús- fue ese amor del que había oído el pueblo de Israel, que ahora somos todos el nuevo Israel… que toda esa teoría Jesús la puso en práctica. Fue una visibilización del amor que Dios nos tenía. Y eso hay que seguirlo.
Y además, creo que el cura es el que mayor ejemplo tiene que dar de esto. Es verdad que son los laicos -somos todos- pero el cura tiene que ir por delante. Diciendo que esto es posible hacerlo porque Jesucristo lo hizo, porque muchos lo han hecho, y porque yo también ahora lo puedo hacer. Entonces no es decir, «Tenéis que hacer…», sino «Tenemos que hacer…». No es preguntar «¿Creéis en Dios, Padre Todopoderoso…?», sino «¿Creemos en Dios, Padre Todocariñoso…?». Entonces es «creemos», y situarnos los curas también por delante, pero en el mismo trabajo que los laicos.
Antes hablabas de resistencias a este tipo de proyecto, pero ahora ¿habéis notado un aumento de interés en este modelo de Iglesia, con el Papa Francisco, por ejemplo?
¡Yo he notado muchísimo cambio! Desde la llegada de Francisco -desde la llegada de Osoro a Madrid- el cambio ha sido sustancial. De ser el último, en que nadie tenía interés: y que el mundo de la droga, el mundo de la marginalización, el mundo de la pobreza no contaban para nadie… se valoraba más la intelectualidad, la cultura, la liturgia, la doctrina.
Se ha enseñado en el seminario mucho más la teología que la práctica. Ahora, yo estoy viendo en mi persona, en mi asociación, como estamos siendo reconocidos, valorados, llamados para compartir con otra gente lo que estamos viviendo. De salir de la oscuridad -para no ser nadie- a darnos cuenta de que esto es el centro de la Iglesia.
El Año de la Misericordia para mí ha sido fundamental. Ha sido clave para que haya mucha gente -no solo la jerarquía- que se haya despertado un poco. Para mí fue importante poner este valor en el centro de la Iglesia. Y decir, además, que aunque se ha acabado el Año de la Misericordia, ha creado un ambiente misericordioso y ha hecho que nos demos cuenta de que el Evangelio es para vivirlo: es que no se puede hacer otra cosa.
Claro que con Francisco ha habido un cambio muy grande, aunque hay algunos que pedimos más cambios. Muchos más…
¿Qué le pedirías a Francisco, entonces?
Que abandone el Vaticano, por ejemplo… con lo bonito que es.
Ha dado un paso, viviendo ahora en Santa Marta…
Fue increíble cuando hizo aquello, porque yo creo que ha sido un ejemplo muy grande. Y un decir a muchos, «Donde vivís, no es el lugar». Hay que cambiar los lugares, porque hay una contradicción tan grande entre la predicación del Evangelio y lo que vivimos cada uno que no se entiende. O sea, ¿cómo se puede hablar de pobreza desde una catedral? ¿Cómo se puede hablar de pobreza desde un palacio? ¿Cómo se puede hablar de pobreza desde un poder?
Hay que abandonar los lugares, y además luego hay diferencias entre unos curas y otros, y entre unos obispos y otros… unos viven en palacios, y otros… no hay lugar para ellos. Yo, por ejemplo, he vivido con otros curas en la UVA de Hortaleza, donde vivía la gente, y eran lugares muy duros para vivir. Y allí vivíamos los curas mientras que otros estaban viviendo muy bien.
Y a mí, incluso, esta casa me la quemaron. Un chico de la droga me la quemó. Echó gasolina y nos la quemó. Y tuve que ir con los chicos a mi pueblo, en Ávila, durante dos meses, hasta que, en aquel momento, Cáritas me alquiló una casa. O sea, que no me la dejó: me la alquiló. Tuve que estar pagando los dos años que estuve allí, pero me fui de aquí y nadie me ofreció una casa. Eran otros tiempos.
¿O sea, que los tiempos están cambiando?
Sí, sí. Ya te digo que la disponibilidad… Osoro ha venido aquí. Estaba aquí tomando café, tranquilo. Y está siempre pendiente… Cáritas también está muy pendiente de nosotros, y distintas parroquias, incluso algunas que antes no. Ahora nos dicen lo bonito que es lo que estamos haciendo, cuando antes era como si yo estaba en contra de la jerarquía. Y en contra de la Iglesia. No era la imagen de la Iglesia. La imagen era clergyman, procesiones, liturgias… pero ahora podemos ir a dar una charla, y hablar. Y hablar de lo que estamos viviendo: cómo descubrimos la pobreza, y los pobres.
¿Y planes para el futuro tenéis?
Estar atentos a las nuevas pobrezas. Desde luego ahora mismo la acogida de inmigrantes y refugiados es fundamental, pero no hay que olvidar a los gitanos: la Iglesia les tiene abandonados. Yo llevo ya muchos años sin vivir en zona de gitanos, pero los años que viví en Hortaleza, todavía había posibilidades de que al pueblo gitano no le perdiera la Iglesia. Y no nos dejaban trabajar con ellos. No nos dejaban acogerles.
¿La Iglesia o los propios gitanos?
La Iglesia. La Iglesia no permitía una liturgia cercana a ellos, no daba tiempo… porque los curas teníamos que estar en la parroquia dando catequesis y confesando. No nos daban la libertad para poder estar con ellos. Pero ahora he visto al Delegado de gitanos con el obispo en una celebración, y ahora hay posibilidades.
Pues entonces, el futuro… ir acogiendo a las minorías en la Iglesia, a la gente marginada, y que las «buenas parroquias» no sean las parroquias de riqueza y de grandeza, sino que podamos descubrir «buenas parroquias» en las parroquias de pobreza, de sufrimiento. Y que eso lo consideremos como la parroquia ideal para poder ir. Yo he visto ya a curas que quieren estar en estas parroquias, y de hecho, Agustín Rodríguez -el de la Cañada Real- fue el que pidió ir allí. Tienen que estar buscando curas para cubrir puestos, y él fue quien levantó la mano y dijo, «Yo quiero ir allí». Para él esa es una parroquia buena: una parroquia «de término».
Por último: me gustaría pedirte un mensaje para los fieles de a pie, como pueden ser nuestros lectores. ¿Qué les dirías?
Mirar y leer el Evangelio. Leer el Evangelio para descubrir la persona de Jesús: para vivir la persona de Jesús. Para descubrir el amor que Jesús da al mundo: las posibilidades que Jesús da al mundo actual. Porque es personal, es auténtico, es libre, sobre todo la libertad que da Jesús.
Yo me he dado cuenta de que cuando he intentado -cuando me he propuesto- vivir esa libertad, he sido feliz. Cuando me he atrevido a hablar, porque en otros momentos no me he atrevido a hablar cosas. Pero he dicho, «Soy libre, no tengo nada que perder». Si Jesucristo fue libre, y no perdió nada: perdió la vida pero la ganó después, y eternamente. Cuando he ejercido esa libertad, he sido feliz.
Entonces: descubrira la persona de Jesús, desde el Evangelio. Y ponerlo en práctica.
¿Qué hace falta que cambiemos en nuestras vidas para hacer esto?
¡Hace falta que cambiemos muchísimo! Tenemos que cambiar mucho, y todos podemos hacerlo. Eso no es algo de alguien allí…
¿Es algo para solo los santos?
No, no, santos somos todos, y pecadores también. Cada uno, sí podemos dejar cosas. Se trata de que cada uno tenemos demasiadas cosas, cuando otros no tienen nada. Así que, dejar unas pocas cosas yo, para que el otro tenga otras pocas.
Esto no es solo cuestión de cosas materiales, sino de tiempo, de cariño. Yo tengo muchísimo cariño: a mí la gente me quiere mucho, y tengo que dar el cariño que recibo. Yo tengo mucho tiempo. Tengo veinticuatro horas, y esas horas las puedo compartir con otros. Yo tengo muchas relaciones, y esas relaciones las puedo compartir con otros. Que la gente que vive conmigo venga a los sitios donde voy yo y se hagan amigos de mis amigos. Y que empiecen ellos a ampliar sus amistades.
Yo tengo una familia muy grande: somos catorce hermanos, y también mi familia la comparto con ellos. Y entonces son parte de mi familia. Hay muchas cosas que yo tengo que puedo compartir, y eso lo podemos hacer todos. Y a veces tengo dinero y lo comparto también; aunque otras veces no. Yo podría irme un mes de vacaciones, pero en vez de ir un mes, voy una semana con cinco, seis, ocho de ellos. Tenemos una furgoneta con nueve plazas, y vamos nueve, una semana o tres días, a donde nos dejan una casa. Todos podemos compartir lo que tenemos.
Es admirable la labor del padre Jorge, es un pionero y ahora recoge los frutos de su esfuerzo trasuchos años de sufrimiento por incomprensión, esa incomprensión que ahora sufrimos muchos laicos que estamos en esto de la acogida y que siendo Iglesia vemos que nuestra gente nos cierran las puertas de las ayudas que la buena gente da a la Iglesia por no tener padrino o por no hacer lo que ter ordenan desde una superioridad injusta y lo que ellos mismos te dieron en un momento en otro te lo quitan por la razon que ellos justifiquen y da igual tu esfuerzo, al final ellos son la Iglesia y tu un mindundis. Pero todos somos Iglesia no solo los sacerdotes ni la jerarquía eclesiástica.
Y sin rencor, solo con amor, perdón y denuncia podremos cambiar esto.
Nuestra amada Iglesia
Y su gerarquia debe de propiciar iniciativas laicales que enriquezcan la sociedad con el evangelio y acompañarnos con su sabiduría sin controlar ni someter.
Mucha fuerza al padre Jorge al que siempre admiraré y a todos los que creen en el evangelio.
Daniel Almagro.
Gracias por tu comentario, Daniel. Todo diálogo, como el tuyo, nos hace crecer a todos en este camino que hacemos el Pueblo de Dios al servicio de los hombres aquí y ahora.
Gracias a vosotros por estos preciosos reportajes que realizais y por darnos la oprtundad de comentarlos.
Un abrazo en Cristo.
Buenos días, conozco a Jorge desde niña, yo tengo uno o dos años menos,crecimos en el mismo barrio de los Cármenes, éramos vecinos, recuerdo a la señora carola y a su marido. Y si cierro los ojos todavía puedo ver a Jorge y luego a José Antonio en el ciclo donde llevaban la leche y demás cosas de su tienda. Siempre ha sido muy buena persona ,y lo mismo de esa gran familia que formaron sus padres, que al igual que los míos se pasaron la vida trabajando para sacarnos adelante. Igual que el está ahora haciendo con la familia que ha formado con todas esas personas que se han acogido mutuamente para vivir la vida que nos ha tocado vivir.
Me alegro mucho de ver que sigues igual no has cambiado físicamente, pero tambien sigues siendo una buena persona. Recibe un gran beso de mi y de toda mi familia, la familia herrero, hija de Vicente e Isabel. Saludos
Muchas gracias por su cercano y atento comentario, Olga.